El taller de los artistas

El taller de los artistas

Luis García Montero

[spacing amount=»10″] Detrás de la mirada del artista, están las manos del artesano.

La realidad es una serigrafía estampada por el tiempo. Empecé a tener noticias de Christian M. Walter en la Granada de los años 80, cuando una inercia de juventud y creatividad se fundía sobre el papel diseñado por la historia y las tradiciones. La ciudad de los recuerdos árabes, de las siluetas renacentistas y las formas barrocas, de Federico García Lorca y Luis Rosales, se conmovía con un aire nuevo. Todas las ilusiones se desbordaban entonces en el verbo hacer. Muchas gentes distintas, venidas de muchas partes, hacían muchas cosas. El olor de las tintas, los versos, los sonidos y las imágenes quería imponerse al olor a cerrado de la vieja ciudad.

Se vivía igual que si se abriese una ventana. Para airear una ciudad no basta con dejar que entre la brisa del campo, los regalos del jardín o de los huertos. Es necesario otro bosque, una marea que se parece a las sílabas del verbo hacer. La ciudad se ventila cuando una energía de seres vivos, venidos de todas partes, y cada uno en lo suyo, se dedica a sentir, soñar, pensar, componer, fabricar el mundo. Hay épocas, momentos de las personas, las ciudades y los países, donde se llega a sentir que el mundo está en nuestras manos.

Christian venía de Alemania. Como el mundo es una serigrafía, el alemán granadino conoció a Loli Rodríguez, una granadina educada en Holanda. El Norte y el Sur pueden unirse en un acento, en un modo de decir las palabras, ayer, mañana, color, grabado, impresión. El Sur y el Norte pueden unirse en una forma de aprender a escuchar y a mirar, o en una forma de hacer. Poco a poco, entre conocidos y amigos, de palabra en palabra, de imagen en imagen, a través de la Escuela de Artes y Oficios, la Galería Laguada o la Galería Palace, Christian y Loli se convirtieron en parte insustituible de aquella ciudad que necesitaba hacer cosas.

Visité por primera vez el taller de Christian de la mano de Juan Vida. Recuerdo una casa por la carretera de la Zubia, origen de la nave que hoy se abre a los amigos del arte en la carretera de Santa Fe, en Belicena, a las afueras de Granada. Los caminos y los paseos tienen su sentido. En el recuerdo, el trayecto que va de la ciudad al taller de Christian cobra para mí los significados de un desplazamiento de mundos. El trasiego mecánico de la ciudad, las prisas industriales, los compromisos cotidianos que muerden el tiempo, se alejan en busca de la lentitud de la artesanía. Ser dueños del propio tiempo hace posible la conversación.

Yo había escrito unos poemas sobre las imaginaciones artísticas de Juan. Las palmeras, las fábricas abandonadas, los cuerpos de mujer y la melancolía encerrada en los palacios de la Alhambra, intentaban capturar en palabras la mirada del pintor. Con Christian y Loli hicimos el libro Las elegías de Juan Vida. Verlos trabajar, verlos mirar y meditar el trabajo, sugerir, comprender, suponía participar de una evidencia: un conocimiento muy alto de la técnica de la serigrafía, de los saberes aceptados y de las nuevas posibilidades. Pero, sobre todo, se evidenciaba la dignidad de un oficio, el amor de las manos del artesano, ese amor que define la verdadera realidad de los artistas. Los sentimientos despertados en mis poemas por las imágenes de un pintor se materializaban, con todos los matices deseados, en las serigrafías de un maestro artesano.

Muchos amigos pintores han repetido que Christian M. Walter es un artista. Trabajar con él no supone entrar en una costumbre mecanizada, sino en una sensibilidad. Por eso se convierte en cómplice de los creadores que acuden a su taller. Para cada autor tiene su respuesta, su lectura, el recurso que permite transmitir unas características particulares, un mundo, uno de esos mundos con mirada propia y corazón solitario que conforman el mundo de todos. Ser dueños del propio tiempo permite la conversación, y permite el matiz, ese respeto por la inteligencia y la sensibilidad que desaparece de un modo tan fácil en la pendiente de la reproducción simple y las prisas. Aprender a matizar significa respetarse a uno mismo y respetar a los otros.

Para comprender el itinerario que llevo de la artesanía al arte, nada mejor que observar a un artista que se reconoce a sí mismo como artesano. De su lentitud, de sus operaciones, de sus pantallas, de su diálogo personal con los pintores, va surgiendo el mundo. Aparecen formas, manchas de color, cuerpos, imágenes de animales, rostros humanos, los gritos, los barcos que navegan el mar, las ciudades que soportan los juegos de la luz, la capacidad de convicción que, contra todo pronóstico, puede conservar todavía una flor, y los muebles de una casa, y la nieve, y el desierto, y los restos de la historia y del dolor, y las huellas de la alegría y del abrazo.

El artesano y el artista hacen el mundo, nos contagian a través de sus papeles el sentido de la vida, componen una realidad en la que caben todas las realidades. A través del arte de Christian M. Walter me he acostumbrado a ver el mundo desde la ventana de Chema Cobo, Frederic Amat, Julio Juste, Valentín Albardíaz, Cristóbal Toral, Luis Gordillo, Soledad Sevilla, José Guerrero, Rogelio López Cuenca, Jordi Teixidor o Juan Vida. Mundos muy diversos renacidos ante mis ojos por la complicidad artesanal de otro artista que un día llegó a Granada, y se puso a hacer cosas, hasta demostrarnos las verdaderas posibilidades estéticas de la serigrafía.

Pensando en mi ciudad, en mis pintores, en el arte, en esos momentos de la vida en los que llegamos a sentir que el mundo está en nuestras manos, en nuestro hacer y en nuestro imaginar, no dudo en escribir que Christian M. Walter y Loli Rodríguez Ruiz son un acontecimiento. [spacing amount=»20″] (Descargar en pdf)


Textos y reseñas[divider]

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